sábado, 30 de mayo de 2015

Capítulo 58 "Arrogantes de la nada"

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La catarata de capítulos llegó al rato. Me di cuenta de que no tenía tres días, tenía dos, pero no eran treinta sino un poco menos. El resto estaban todos para reescribir e iríamos viendo en el camino para donde rumbeaba la cosa. Paniquié peor. El destino sonaba completamente incierto. El estreno estaba a la vuelta de la esquina, necesitarían gente con experiencia para surfear esas olas de adrenalina y yo... Fui al cajón del baño en donde guardaba mi pequeño arsenal de clonazepam. Mi madre tomaba esa porquería hacía años, remedios que no sirven para nada pero se toman de por vida. Cada tanto le manoteaba algún que otro comprimido, para momentos trágicos como el que estaba viviendo. ¡Supuestamente lo que había siempre deseado! ¡Mi meta en la vida! ¡La felicidad más absoluta según mis conocidos! (Que no estaban en mis zapatos con todo el despelote encima, claro). Con la pastilla en la mano dudé, varios segundos, porque había tomado cerveza y el efecto combinado podía exacerbar los efectos. Y porque mi psicóloga me prohibía tomar eso, que era adictivo, que no era bueno... Pero en momentos como estos, en los que estaba por colapsar, lo era.

Al ratito nomás hizo efecto el milagro químico, sentí ilusamente que tenía al mundo a mis pies. El mundo era mío. Leería cuando se me diera la gana y a tomar por culo con todo el mundo. El despelote era de ellos, que se arreglaran porque yo no tenía ninguna culpa de que a ese Yankelevich no le gustara lo de la historia de amor entre la Oreiro y el otro tipo, el chileno, que no me gusta nada pero así y todo iba a tener que escribirle los textos. El apremio por leer me abandonó por completo, es más, sentí que tenía todo el tiempo del mundo. Charlé horas con mi amiga valenciana, MJ, que me enteró de que el loco Quintero se había disculpado con ella que se hacía pasar por mi agente. Lo había levantado en peso y el gallego se excusó, que había estado ocupado, que el material de mi obra de teatro estaba en el mail y en su casa no tenían computadora pero ya mismo enviaría a su asistente al teatro Quintero para que se lo imprimiera así la leía cuanto antes y nos daba una respuesta. ¡Tu estreno está a la vuelta de la esquina!, respondió entusiasmada. 

Y muy sedada me encontraba hasta que sonó mi teléfono celular. Número desconocido, que nunca atiendo pero dadas las circunstancias, atendí. Era Juan. JUAN CAMPANELLA me llamaba a mi teléfono y jajajeante me decía, viste, te dejamos ir y ahora te necesitamos. Me desperté de golpe, claro, la taquicardia invadió inexorablemente mi cuerpecito gentil. Me dio algunas directivas sobre qué escribir cuando terminara de leer los capítulos y que tenía que comunicarme con el guionista del capítulo anterior al mío y con el guionista del capítulo siguiente, para que la cosa tuviera continuidad. Ah, respondí, tratando de que no se me notara el pánico ataque. Era un nuevo método que había traído de afuera y nadie al parecer estaba ducho con eso. ¡Que alivio! Y qué terror... Por un lado no era la única en pañales. Por el otro ¿quién me iba a guiar si nadie estaba habituado a escribir de esa manera? ¡No podía andarle preguntado a él a cada rato! (Temblé). Pero gracias a la pastillita volví a sentir, equivocadamente, que no era mi problema. 

Cortamos y agendé el número. Sentí un orgullo algo idiota por tener el celular del que se ganó el Oscar en mi teléfono. Nuestros orgullos son en general bastante estúpidos, a igual que los motivos por los cuales nos sentimos importantes. Me sentía importante. Sí. De pronto. Idiotamente importante por tener ese número agendado. Y si no espabilaba pronto me podía llegar a convertir en un ser de esos... Arrogantes de la nada. (Pausa mareada...) Nunca tomaba sedantes por lo que llegué a leer tres o cuatro capítulos y me quedé dormida. Eran las ocho de la noche del día viernes. Faltaban tres para el estreno en la televisión.

Continuará...

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