¿También tiene un gato?, pregunta cuando estaba entrando en trance, casi por darle un beso cerca de la oreja. Me detengo. ¿Gato? Suelto una carcajada. La miro. Ella está agitada, seria, drogada, el pelo seco y revuelto por el viento que cada tanto entra a bocanadas por las distintas ventanas. Se da cuenta de que lo que dijo es gracioso porque yo me río. Se ríe conmigo. Se ríe loca, eso me invita, me desquicia. Sin pensarlo le doy un beso cortito, casi en la comisura. Se escucha un ruido fuerte en el piso de arriba, algo se acaba de volar al demonio. Un trueno hace temblar el piso entero. Ella se sobresalta. Mira hacia la puerta. Entonces le tomo la cara, le doy otro beso, ya en la boca y así nos quedamos breves segundos.
Apoya sus manos en mis hombros, me aparta. Perdón, le pido alejándome. Sus ojos avergonzados, vidriosos por la droga y el cansancio. Reacciono. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo? No, no, no.... Esto es una locura, Marina, además él está arriba y ella se supone que estaba enojada conmigo, no sé por qué carajo me trajo a la colina pero seguro que no para esto... ¿Cómo llegamos hasta acá, doctor Freud? Encima es un riesgo terrible, como escribiente le hablo, porque concretado el beso luego la tensión del relato baja y es un despiole mantener la expectativa suya de usted, señora lectora, porque si ya se besaron… ya está. Así que en realidad lo que me conviene acá, mal que me pese porque ella está preciosa, es que--
Cómo se quiere a una gata |
Continuará...
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