lunes, 26 de marzo de 2018

Capítulo 245 "Cerca de la revolución"

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Me dio permiso para subirla, parece que le gustó ser persona/ja
Ella me llevó de la mano hasta la cama y ahí se quedó parada mirándome. Rocío. Se había sacado el sombrero que llevaba, tenía los ojos delineados de negro y las pestañas repintadas. Me miraba y sonreía, supongo que por la cara de espanto que tenía yo. Su pelo negro azabache le brillaba con la luz de la lámpara de cama, negro azulado. Sentí en mi mano su anillo grande y dorado, sus dedos helados, seguramente por la fiebre que tenía, yo estaba tiesa como un palo enjabonado, no me movía, no respiraba, transpiraba como loca. A lo lejos los periodistas carcajeaban y charlaban a los gritos, borrachos, felices. ¿Puedo?, preguntó, mirándome la melena frondosa por la humedad del mar. Me acarició los rulos y lo miró a Él. Recién cuando me quitó los ojos de encima me animé a mirarle el perfil y otra vez, la sentía en todo el cuerpo.

Una sola vez en mi vida había estado en una situación parecida, en Alaska. Era el cumpleaños de un amigo de mi novio newjersino, tomamos una lancha por la mañana y después de navegar un rato  llegamos a una islita perdida en el Sitka Sound. Comimos, festejamos, tocamos, casi todos eran músicos, músicos de Jazz impresionantes. Recuerdo que adentro de una cabaña, la cabaña del tío Tom, empecé a tocar en una guitarra los acordes de “Cerca de la revolución”, de Charly García, primero tímidamente. Los viejos jazzeros pararon las orejas, empezaron moviendo sus pies, después sus cabezas, luego agarraron sus instrumentos y se largaron a seguirme, el ritmo nos arrastraba, contrabajos, violines, piano, percusión casera, y casi terminamos rompiendo las paredes. ¡Yeah!, exclamaba alguno de ellos cada tanto.


Luego algunos pocos osados nos animamos a meternos en un jacuzzi que había afuera, el clima de Alaska en junio es como el otoño, no hace frío y el agua de los jacuzzis es calentita. Estábamos en paños menores y en eso llegó una pareja, una pareja hermosísima, arribaron en cayaks, los estacionaron en la orilla. Él era Robert Redford, sesentón, rubio, curtido, rústico, y ella una oriental treintañera, exótica, bellísima. Ahí nomás se pusieron en pelotas, significa que se quitaron la ropa de neoprene que llevaban y se metieron sin preguntar nada en el jacuzzi. Nunca entendí si habían alquilado el lugar o de dónde habían salido porque hablaban todo en inglés y yo entendía lo que se me daba la gana, como siempre. Uno a uno los amigos de mi novio fueron saliendo del agua muy graciosamente, disimulando la vergüenza, y nos quedamos solos los tres. (Sigue)

Continuará...

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