martes, 16 de octubre de 2018

Capítulo 382 "A la cara"

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No hay razón para buscar el sufrimiento pero si éste llega y trata de meterse en tu vida no temáis, míralo a la cara y con la frente bien levantada. Eso me dijo. Yo no tomo nota delante de él porque me da vergüenza, me siento una retardada tomando nota de sus consejos. Eso y cuarenta cosas más me dijo. Todas acertadas. Con su voz suave y calmada. Con sus ojitos grises mirando dormir a sus perrillos, que lo siguen a todas partes. Ahora hay tres. Yo les digo ensalada de fideos porque cuando juegan se enredan entre ellos, como cabellos de ángel. Él les divide las migas de pan en partes iguales para que ninguno se sienta menos, para sembrar la hermandad entre ellos. Comunista. El Muso de Brazatortas. Me abruma. Me amansa. Me recibe a pesar de su cansancio, de su estado delicado. Renuncia al placer que le da su soledad. Me comparte un poco de ella. No quiero que se muera nunca porque lo necesito. Es el primer tipo en la faz de la tierra que lo logra, mitigarme, apaciguarme. Charlamos hasta por los codos sobre ellas, sobre la muerte y la futura difunta, mi mare; sobre la Gitana y la Morocha Osada. De él poco y nada. Yo ni pregunto, él cuando quiere comenta, así es la cosa. Y a mi charlar con él me descarga, me quita el melodrama de encima. Como la gente allegada después de ya un largo rato en el velorio del pariente, se distiende, se anima a hacer un chiste, incluso a reír; van aceptando que la muerte es parte del holograma y ya sé, ni me lo diga, todos somos futuros difuntos, pero el tufo apunta a que a mi mare le queda un poco menos que a nosotros. Aunque nunca se sabe: Hubo una vez un señor, Iván Chávez, me vendía pipetas para perros, cada vez que venía me hacía chistes sobre un vecino mío que también vendía cosas para perros, me decía Iván que el hombre estaba que no daba más, tantos achaques tenía que era un muerto caminante. En el entierro de Iván, pocos meses después, murió de un infarto, el “muerto caminante” andaba preguntando quien iba a ocupar el puesto de vendedor que había dejado el finado…

En un momento se emocionó el Muso, cuando recordó a su papá. Culpa mía. Me dio miedo de que se descompusiera o algo pero por suerte no pasó. Se emocionó porque a él le pasó parecido, cuando su padre se fue le tocó cuidarlo tres meses, quiso hacerlo, quiso hacer lo que debía pero no funcionó la fórmula draguniana porque Antonio no fue feliz mientras lo hacía. Su padre tenía Alzheimer y durante esos meses no lo reconoció en ningún momento, su papá no sabía que era Antonio el que lo cuidaba pero le hablaba todo el tiempo de él, de Antonio, le hablaba a él como si fuera alguien más, le contaba que Antoñito era su hijo preferido y Antonio, emocionado, le decía: ¡padre, soy yo!, pero en vano. Me lo contó con los ojos brillosos, se había pasado la vida pensando que su padre no lo quería, había estudiado esto y aquello para ver si lograba ganarse su aceptación... y mira tú cuándo y cómo me vengo a enterar de que no era tan así la cosa… Miré su rostro moreno y cuarteado por las penas y el tiempo, el sonido de las plantas y el viento, eso que en la ciudad no existe. Me dieron ganas de quitarme toda la ropa, de recostarme sobre el pasto recién cortado y respirar bien hondo. No lo hice, claro. Quizá si lo hacía le inspiraba una nueva novela, la cantidad de cosas que no dejamos ser por la represión, ¿no? Nos quedamos los dos en silencio, uno de los perritos soñaba, soltaba ladridos cortitos y muy graciosos. Movía las patitas como si estuviera corriendo. Yo esperando que ya me echara al carajo el Muso, pero no, no me echó nada. Y yo me sentí feliz. (Sigue)

Continuará...



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