Llegué a la conclusión de que era capaz de cualquier cosa, esa noche. Tuve miedo. Mucho miedo. Luego de su desaparición inoportuna, de su plantón, de su apagón de teléfono, de su abandono del hogar sin decir nada, de su monólogo a puro llanto cuando al fin la ubiqué en el hotel insistió con que le dijera la hora a la que íbamos al anestesista con mi madre porque así es, se entrega al impulso, te dice cosas espantosas a los gritos, te deja plantada un día entero y luego, cuando ya te hizo preocupar, explotar, sentir una porquería, estresar, entonces quiere volver con buenos modales. Y vuelve. No enseguida, no, se toma su tiempo, calcula que yo estaré podrida o estará podrida de lo que ella misma genera, no sé, pero se toma su tiempo para escribir “en son de paz”, el tiempo prudencial para que a una se le pase el enojo y olvide. Esta vez a mi no se me había pasado el enojo un carajo pero para que me dejara de joder le dije la puta hora de la cita con el señor de la anestesia y, por supuesto, que no era necesario que viniera.
Se apareció puntual y sonriente, bajó del taxi radiante e impoluta, yo iba llegando con mi mare del bracete por la vereda y la vi, me quedé blanca porque no se conocían. ¿Qué iba a pensar la Vieja? Nos esperó parada cerca de la puerta. Mi mamá camina mirando el piso así que no la vio hasta que ya bien cerca la saludé con un sorprendido: ¡Hola, cómo estás! Era viernes. El anestesista era el anteúltimo paso, luego directo a internarse al día siguiente, si el tipo daba el ok, y el martes la cirugía. Mi mare se la quedó mirando mientras ella, de lo más simpática, la saludaba. ¡Hola, Edelmira!, casi canturreando el nombre. A mi apenas me miró. Y mientras entrábamos al ascensor yo trataba de explicar su presencia, le preguntaba cosas triviales, que qué bien que había podido venir, que no sabía cuan agradecida estaba, y cuánto tiempo había demorado en taxi desde el centro, si había mucho tráfico, y por dónde la había traído etc. Le expliqué a mi Mare que era del grupo de las bicicletas de los sábados, que salíamos a andar y luego a comer y que se había enterado el otro día sobre este asunto y se había ofrecido a donar sangre. No sé de dónde pero me salió eso. Nos sentamos en las sillas a esperar y así estuvimos unos minutos en silencio. Se levantó, desapareció por el pasillo y volvió al ratito con algo para picar, por un segundo me emocioné, era otra vez la hermosa Rocío.
Me convidó cocacola, cruzamos mirada intensa un momento pero no, ya no era lo mismo porque yo sabía que era un estado transitorio, que después, cuando dejara de ser el centro de atención, sobrevendría la otra, esa a la que nada le alcanza, la que colapsa porque se siente desamparada, incapaz; la que se enfurece haga lo que yo haga. Podía mostrarse todo lo amable, cariñosa, contenedora que quisiera pero no me conmovía más. Pensé entonces. Cuánta angustia sentí en ese momento. Cuanta necesidad de volver a sentir sin presentir....
La anestesista nos hizo pasar y terminó el cuento con que estaba todo de maravillas, la Vieja estaba más que apta para la cirugía. No supe si festejar porque iban a poder intervenirla o llorar por el miedo a que se me muriera en el intento. Festejé. Al menos salvo el cáncer todo lo demás estaba bien, ¿no?
Y para colmo de bienes pude ver lo bueno de estar acompañada, mientras mi Mare se quedaba con Rocío sentadita en la puerta del Fernández yo pude ir a buscar el auto al estacionamiento tranquila, no corriendo como siempre. Era como una felicidad inconsolable porque infeliz, porque se iba a acabar, posiblemente cuando dejáramos a mi mamá en su hogar, rato más, rato menos, iba a aparecer la otra, la jodida, la del reproche, la arruinahogares.
Subimos a mi auto y enfilamos para la residencia. Ella charlaba hasta por los codos, Rocío. Yo reía con algunos comentarios y mi mamá también. Observé la cancha que tenía para meterse en el bolsillo a la Vieja, en una hora se la había comprado, con lo difícil, lo celosa que es mi mamá, que nunca se ríe, le conversaba muy entusiasmada. A veces, sutilmente, dejaba deslizar alguna crítica sobre mi persona. Rocío. Chicanas, que le dicen. Me di cuenta de que no se le había pasado del todo lo del día anterior, recordemos que su apagón de teléfono y desaparición había sido respondida con mi hartazgo y apagón de teléfono hasta la mañana siguiente. Y si no me criticaba sutilmente me instaba, con voz mandona, a actuar de determinada manera con mi madre. ¡Dejala que está hablando!, me espetó ya llegando al hogar, y yo había apenas acotado una pavada.
Al despedirnos mi madre me miró raro, no es ninguna boluda la Vieja, yo casi no tengo amigos y menos amigos de los que te acompañan en situaciones como estas. Jamás me dejo ver con alguien porque en general estoy sola por lo que algo intuyó. Rocío le prometió visitarla al día siguiente en el hospital, dios mío. La acompañé hasta la puerta y volví rápidamente al auto. Antes de arrancar le pregunté si quería que la llevara al hotel. Respondió con otra pregunta. ¿Qué quieres tú? Era lo que solía hacer. (sigue)
Continuará...
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