El vecino miró el teléfono, dos o tres veces. Luego me miró a mi, creo que por un segundo se imaginó fiesteando con las dos, por un segundo o menos. ¿Y qué le ha ocurrido a la tía?, volvió a preguntar, algo distraído. Volví a explicarle la situación, ya repuesta del bajón de presión, con una vergüenza espantosa porque seguro que yo también olía a marihuana, que qué carajo hacía si no quería salir, le dije, y agregué que parecía algo fuera de sí, que no sabía bien qué le pasaba, que no se quería ir, se había puesto rara de pronto, pero ella me decía que la rara era yo. Vecino me miró un segundo, de arriba a abajo, estaría chequeando si era o no la rara, pensó dos segundos más y me devolvió el teléfono, salió del departamento con decisión y yo lo seguí, entonces la vimos, ahí estaba ella, la Escohotadiana, parada frente al ascensor, con su mochila al hombro y la campera puesta, como una Lady, con cara de acá no ha pasado nada, se había olvidado por completo del extraviado carnet, nos miraba desde sus enormes anteojos de aumento, había recogido todo rapidísimo, su frasco gigante lleno de flores, sus cigarritos, los que supuestamente me iba a dejar con tanto cariño, no los dejó nada, ni media evidencia dejó de su estancia en mi hogar dulce hogar, salvo la desazón de lo que podría haber sido un lindo momento, salvo el desconcierto, la amargura, que se quedó a vivir unos cuantos días en mi pecho estropeado. La sensación de haber sido estafada en lo más profundo de mi confianza. Tan desconfiada que soy, abro un milímetro la puerta, espío, decido confiar, invitar a mi mundo a alguien que parece buena gente y así me paga la vida, con una patada en el culo, con un momento de mierda, espantoso momento, del que no quedé entera del todo. Espero recuperarme algún día, supongo que no todos los humanos son así, atropelladores de confianza, espero…
Llamó al ascensor bajo la mirada de Vecino que preguntó si estaba todo bien. Ella no respondió. Yo tenía también mi campera puesta, las llaves del auto encima, había salido con todo para irnos cuanto antes. Me despedí del vecino y entramos al ascensor, ahí arremetió de nuevo, no paraba, salvo bajo la mirada de alguien más, me taladraba el cerebro con su desmesura. ¿Eso significa que no estaba del todo boleada? ¿Estaba fingiendo? ¿O el efecto de la maría es así, intermitente y, según quien observe, más o menos controlable? Llegamos al auto y ahí salió con un nuevo martes trece: no quería subir. Estaba indignadísima, ella, ahora porque había ido a llamar al vecino, que la había dejado como a una delincuente, que quien creía yo que era ella, que no iba a subirse al auto de alguien así, que yo le daba miedo. En un momento, fingido o no, corrió unos cuantos metros hasta la puerta de entrada de los apartamentos, me miró desde ahí, no voy a subir, repitió, que me das miedo, me iré andando. Perfecto. Me dije. Me vuelvo al departamento y que se arregle, ya estoy podrida. Y ahí se subió, como si me hubiera leído la mente. Cerró la puerta en un estruendo y se puso de nuevo a chatear, frenéticamente. Yo encendí el auto y arranqué. ¡Me llevas a lo de mi tía!, me ordenó entonces, bastante enojada. (Sigue)
Continuará...
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