El tal Herrera no lo atendía y Él se impacientaba. Miraba una y otra vez la pantalla gigantesca. De súbito me encajó el móvil, que siguiera intentando hasta conseguir hablar con el tipo, acto seguido se bajó y echó a andar hacia la entrada del complejo. Dejó la máquina encendida, la puerta abierta, ¡dios mío!, pensé, recordando todo lo que Ella me había contado, las bambalinas del Loco, sus maneras tiranas, sus machismos a flor de piel. ¡Hesú que yo no soy un perchero, pué!, había llegado a decirle una vez, porque el Tipo te va encajando cosas y cosas y cosas mientras Él camina de lo más liviano saludando admiradores y sacándose fotos. Sin ir más lejos había dado cinco pasos y ya saludaba cual Papa Francisco a tres o cuatro doñas que pasaban. Es un rato, Marina, me dije, aprovechá la volada que algo así no te vuelve a pasar más.
Suspiré. Dudé. Existo. No sabía si llamar al tipo o cerrar la Hammer y seguirlo a Él. Pensé en las veinticinco bolsas negras que había depositado en el asiento de atrás. ¿Pretendería que las baje y las lleve a la carga a la pieza? ¡Ni en pedo! ¿Y la Gitana? ¿Aprovecho y la llamo ahora que Él no está cerca? El sol a través del vidrio polarizado me daba en las partes quemadas y me ardía que daba calambre. En eso se acercó un muchacho, me miró pícaro, posiblemente imaginó que yo era fato del Loco, me divertía, me causaba hasta cierto placer que el pibe pensara que era la mujer del Loco, Marina Quintero, pensé y me reí, el chico me pidió que abriera el baúl así llevaba el equipaje hasta la habitación, del Loco ya ni rastros, se había mandado solo, como era su costumbre. (Sigue)
Continuará...
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