¡Socorre! |
Entró a mi pieza sin golpear, móvil en mano. Estaba espléndida. Tenía puesto un jean negro y ajustado, botas con taco finito y largo, blusa blanca, delicada. El pelo mojado y un perfume riquísimo. Me dijo, no sin cierta indignación, que yo tenía que estar contenta porque amaba, que hay muchísima gente que no ama, que no encuentra su oscuro objeto del deseo, que no tiene esa suerte, esa tenacidad, esa fortuna, y no sólo amaba yo, tan agraciada que era, también había tenido el coraje de ir por Ella, por mi Gitana, que un tropezón lo tiene cualquiera y una equivocación también, que no podía renunciar así a mi felicidad por una que la Mina se había mandado, se refería a lo del Toni, que estaba a un paso, que por esa pavada, porque Ella todavía estaba en Sevilla, coño, a pocos kilómetros de dónde nos encontrábamos, a tan sólo dos horas de Renfe, ¿cómo me iba a ir a Buenos Aires y dejar pasar de esta manera el tren por todos esperado? ¿Acaso tú ere perfecta? ¡No puedes hacerlo, tía!, recuerdo que me dijo, con la ropa interior en la mano.
Al parecer le había agarrado el impulso de decirme todo de pronto, camino al vestidor, sus ojos echaban fuego, fuego y tristeza, le costaba sostenerme la mirada cuando el enojo la abandonaba, cuando de su boca salía la palabra amor. En medio de la explosión se le cayó el habano sobre la alfombra, se agachó a recogerlo, con su mano trató de limpiar la ceniza pero quedó igual por eso que tienen los buenos habanos, la ceniza se acumula sin caer durante un largo rato, es justamente la marca de un buen puro, me había explicado en Álava, en el balcón de Begonia, un día atrás, mientras fumaba y la garúa le humedecía la cara. (Sigue)
Continuará...
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