domingo, 26 de mayo de 2019

Capítulo 467 "Porca miseria"

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Hospital ascensor illness
Entramos y nos sentamos con las otras viejas a mirar la tele. El clima era de algarabía absoluta porque noche de pizza. Madre estacionó su andador con el resto, afuera, en el patio, abajo del techito, para no estorbar el paso de las asistentes. Algunas abuelas viven en su mundo, que será el mejor de ellos. Allá nadie debe contradecirlas, ni criticarlas, no tendrán problema alguno salvo ese, no tener problemas, que es un problema enorme porque ¿a qué dedicas tu valioso tiempo? Y así están ellas, con la cabeza colgando, reposando sobre sus manos, semidormidas, es el efecto de vivir en el mejor de los mundos posibles; es el efecto de llegar a ese lugar al que todos creen que desean llegar: la vida sin responsabilidad, sin amarguras, sin quilombos que apremien. Ahí tenía el resultado, frente a mis ojos propios: un embole.

Las chicas iban y venían con los platos rebosantes de olorcito a muzzarella. Mi madre se olvidó de mi en un periquete. Dios mío, pensé, hasta ella se olvida de mi. Sentí rencor. Todo lo que hacía por ella, últimamente mi vida se desarrollaba en pasillos de hospitales, sepultada por recetas de remedios, placas de tórax, electros, incertidumbres y diagnósticos de muerte. ¡Y la vieja turra se olvidaba de mi como si nada! Porca miseria. Porca humanidad. Porca existencia la mía.

La miré, estaba vieja, arrugada, tenía la tez color ceniza. Vieja infame. Vieja vampira. Vieja tirana. Comía y charlaba con la abuela de al lado, Ermelinda, que habla bajito y rápido, mi medio oído y yo le escapamos porque no le entendemos ni medio, valga la redundincia. Se chimentaban las buenas nuevas de lo más entusiasmadas. Mi madre tiene amigas con quien chimentar y yo no, pensé, tiene con quien compartir sus penas, su intrigas, su dudas, sus curiosidades. Me sentí la peor de las mundas posibles. El resto de las viejas, que jugaba a las cartas, o escuchaban la radio, o peleaban por el control remoto, abandonaron todo porque la pizza arribaba. Es un jardín de infantes con canas y arrugas. Mismos berrinches, mismos conflictos, pero en vez de tenerlo todo por delante lo tienen por detrás.

La única familiar que quedaba era yo, el horario de visita había terminado. Suspiré. Mi presencia estaba de más. Al final tenía razón la Escohotadiana, de la que no recuerdo si finalmente terminé de narrar la escena, aquella noche psicodélica de marihuana y helado, creo que sí, ¿no? Debes dejar de vivir a través de tu madre, Marina, me espetó, drogada y lúcida. Y había algo en lo que coincidían Rocío y ella, las dos me habían dicho que yo no sabía lo que quería. Ya no era una, eran dos. ¿Y cómo Escohotado me había dicho que sí sabía? No sé... La única verdad a la vista es que mi mare se la pasaba mucho mejor que yo, con o sin convalecencia, habíamos encontrado su lugar, tiene chicas que la cuidan, familiares que van y vienen, charlan, ríen, yo le hago todos sus trámites, ¡qué la parió! Estaban empezando a retirar los platos y yo no me quería ir, no podía moverme. La sola idea se sentía una porquería. La sola idea de la soledad. Pero la idea de escribirle y que me respondiera a cuentagotas o con reclamos o con planteos o con rodeos o con críticas de que le soy insuficiente o un elemento que la hace sentir mal todo el tiempo... Peor. Me tomé de un solo trago el vaso de jugo de mi madre para ahogar la angustia. (Sigue)

Continuará...



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