Hospital Fernàndez, cuarto con balcón propio. |
La gente infeliz rompe las pelotas, me dijo una vez un amigo. La gente infeliz vive atormentada, resentida, odia a los que cree mejores o más felices, y eso a vos te rompe las pelotas, respondí, ellos pide auxilio de esta manera, qué le vamos a hacer. Lo paradójico en ella era que esa actitud melodramática/victimosa supuestamente para que no la abandonaran, para que le pusieran atención todo el tiempo, era lo que finalmente acababa con la paciencia de sus vínculos, amigos, parejas, yo misma, que terminaban dejándola. Perdía al ser amado por lo que su miedo a perderlo le provocaba. Se quedaba sola, cada vez, por su miedo desmedido a quedarse sola.
La oscuridad empezó a darme un poco de miedo, estábamos en Argentina, en el barrio de Belgrano, caserón de tejas, zona norte de la Capital, lugar supuestamente seguro pero como en este país de impredecibles nunca se sabe… Nadie llegaba y la llovizna se hacía cada vez más espesa. Tuve que encender el móvil, no me quedaba otra (y además no daba más de la ansiedad). Nadie había mandado nada. Demasiado tranquila la cosa, me intranquilizaba. Me fijé rápidamente en facebook a ver si había alguna notificación que respondiera a esta incertidumbre, y sí: el café filosófico de Roxana Kreimer había terminado el sábado pasado y reiniciaba sus actividades en septiembre. Miré la puerta cerrada del lugar. ¡En septiembre! ¡Sola hasta septiembre! Lamenté no contar con las habilidades de Rocío, esa capacidad que tiene de rápidamente encontrar suplentes, reemplazos de compañía, llámole yo la virtud “me da lo mismo cualquiera con tal de no estar sola porque no sopórtome a mi misma entonces que me soporte otre”. (Si es que puede).
Con un vacío interior espantoso volví caminando rápido, como si algo me acuciara. No tenía nada para comer en casa. Pasé frente a veinticinco restaurantes chinos, todos vacíos, ofrecían las más variadas comidas y bebidas pero no me detuve. No sabía a dónde llevarme pero no quería detenerme. Como si mantenerme en movimiento pudiera impedirme pensar, angustiarme, quererla llamar, quererla, a pesar de todo. A pesar de que todos los días era un melodrama diferente, o quizá el mismo con alguna variante harto catastrófica. Que su hermana esto; que el trabajo en Madrí aquello; que su mare tal cosa; que el concubino de su mare tal otra. TODOS LOS DÍAS ASÍ. Una vez, en medio de un ataque de nervios, dejó deslizar su pretensión de que yo la llamara cada media hora para ver cómo se encontraba. Se había pasado quince minutos al teléfono llorando, con intervalos silenciosos de uno o dos. (Sigue)
Continuará...
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