jueves, 20 de junio de 2019

Capítulo 475 "Justo a ella"

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Iba a entrar a casa, pondría el filé de mediodía en el horno, que ya no tendría el mismo sabor, por esto de que nadie se baña dos veces en el mismo río porque pasado el tiempo ninguno es el mismo, ni el río ni el que se baña. Bueno, el filé tampoco, pasado el día sabría a viejo, a agrio, a seco, para hacer juego con el momento que estaba pasando. Recordé que quedaba la mitad y un poquito de puré mixto, calabaza y papa. Con suerte habría también algo de pan. Inapetente como me sentía últimamente comía como pajarito, la mayor parte del tiempo tenía el estómago cerrado, entre mi Mare y Rocío me taponaban el cardias de nervios. Iba a poner el filé en el horno y acto seguido empezaría las tareas de desintoxicación. De ella. De mi cuando estoy con ella. Me vuelvo una pelotuda, una pelele, una varona domada, una macha tumbada, una inconsistente, no llego a ser ni mi sombra. Hasta que reacciono. Cuando ya no doy más. Como el día anterior al fin de semana fatal. Que se fue de mi departamento sin avisar. Vivía conmigo porque así se le cantó y así como asá desapareció aquella mañana. Sin motivo aparente. Apagó el teléfono durante todo el día. Teníamos cita con el anestesiólogo al día siguiente, se había ofrecido a acompañarme, a ayudarme a organizar los análisis. Todo el día llamándola al ñudo, para que respondiera el contestador de su móvil. Sumando estrés. Imaginaciones. Catástrofes. Hartazgo.

No se daba cuenta de cuanto lastimaba con su comportamiento, por eso era inimputable, por eso después de la bronca me invadían la culpa, la tristeza, la pena, la impotencia, la tormenta después de la calma después de la tormenta. Porque no lo hacía a propósito, ella no era consciente, no lo manejaba, ya era clarísimo, lo que convertía a eso que le pasaba en algo inmodificable. Mi Mare no había logrado cambiarlo en toda su vida, ni con medicamentos infinitos mediantes, ni con psiquiátras y psicólogos infinitos mediantes. Sí. Querer cambiar al otro es fascista, no corresponde, no se debe, mi problema era mío, tenía que cambiar yo, cosa que había estado intentando desde que nos conocimos, cada vez que volvíamos a vernos, a reconciliarnos; cosa que seguía intentando mientras caminaba bajo la llovizna hacia la soledad de mi hogar agrio hogar, buscaba y buscaba la fórmula para que la cosa funcionara, pero no podía, no la encontraba, no sabía si porque hacía lo mismo una y otra vez, yo, o porque no existía dicha fórmula. Si quería quedarme con ella las cosas eran como eran. Tómalo o déjalo. Fin. Cada reencuentro era casi un calco del anterior, una belleza al comienzo y luego la guerra de Troya. Lo malo era que cada vez se daban más escuetas las bellezas y mucho más lungas las reyertas.

Yo no podía ayudarla, no tenía las herramientas, además, ¿cómo ayudar a alguien que no quiere dejarse ayudar?, ya se preguntó alguna vez el coronel Sabina. Me di cuenta antes de la noche fatal que no iba a poder con eso, con ella. Cuando la dejé en su hotel después del anestesiólogo, tras echarme el fardo a mi sobre decidir qué hacer, me tenía podrida con eso, enfilé sin dudarlo para el centro. Dejaba en mis manos la decisión de qué hacer luego para, acto seguido, atacarme con que todo lo decidía yo según mi propia conveniencia. ¿Bastaba no llevarle el apunte? ¿Bastaba hacer caso omiso a sus buscarroña lapsus? ¡NO ME SALÍA! Ella, imbuida en su mierda móvil no prestaba atención de a dónde íbamos, siempre segura de llevar el timón, se relajó mirando sus whatsapp, su face, y claro, cuando frené frente al hotel la cara se le transformó. Como siempre hacíamos sus planes, según estuviera o no enojada, según tuviera o no ganas de esto o aquello, según se sintiera bien o masomenos, como siempre me moría de ganas de estar con ella se sorprendió mucho de mi decisión de sacármela de encima. Justo a ella.  JUSTO. A ELLA. (Sigue)

Continuará...



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