Siempre hacíamos sus planes, que era no hacer planes, o sí, hacía planes conmigo para después deshacerlos a último momento; para truncarse el propio deseo y el mío; para tener la base del melodrama venidero. Me convencía una y otra vez de quedar en algo para sentir el poder de ser dueña de mi tiempo. Y yo finalmente aceptaba. A sabiendas de que haría lo que haría. A sabiendas de que, más temprano que tarde, me daría de nuevo con su tacón en los riñones para dejarme doblada, llorando, sin aire y sin voluntad de nada por unos cuantos días. Apagaría el teléfono. Alegaría malestar, miedo, indecisión de esta relación, entonces mejor no vernos, no compartir. Eran sus boicots más comunes. Y a mi eso me partía al medio, ella lo sabía. Era su manera de sentirse amada. Si no me veía doblada, vencida, llorando de celos, asustada o suplicándole clemencia no se sentía valorada, no se sentía viva, y no se excitaba; se aburría. Por eso buscaba a otras, necesitaba sentirse furibundamente deseada todo el tiempo, necesitaba ver al otro sufrir de deseo por ella hasta los huesos. No se daba cuenta de que quien desea sentirse deseado de esa manera desbordada no guarda lugar para su propio deseo. Así como quien se percibe únicamente a sí mismo anula la capacidad de percibir a los demás, que son el nutriente de la vida.
Ella no sabía lo que hacía yo durante el día. Ni las noches que no nos veíamos. No tenía idea de qué cosas me preocupaban, qué cosas me angustiaban, qué estaba escribiendo o pergeñando, y mucho menos sabía cómo me sentía; no le interesaba. No tenía tiempo de recordar que el otro es un otro que también sufre y proyecta y necesita, tan ocupada que estaba en controlar cada cuanto le preguntaba cómo se encontraba, o cada cuanto le confesaba que me importaba muchísimo, o cada cuanto le manifestaba que quería verla, que me gustaba locamente y me moría por ella. Eso era. Ella necesitaba que me muriera por ella. A cada momento. Y me estaba matando, lentamente.
Subiendo el ascensor de hogar agrio hogar sentí que se me henchía el pecho, voy a poder con esto, claro que voy a poder, me di ánimo casi creyéndome y todo. El problema era que en estas situaciones el “casi” suele ser un problema definitorio. Me miré al espejo, vaporoso por tanta humedad. Mis pelos eran un espantoso atolladero, mezcla de llovizna y desidia y desequilibrio afectivo. Las ojeras oscuras. Estaba más flaca. Los surcos a los costados de la nariz a la boca se habían acentuado. Demacrada era la palabra. Realmente entre la Vieja y la Mina esta iba a terminar hospitalizada, si así seguía. Caminé por el pasillo blanco con las llaves en la mano y una única certeza: iba a entrar, a tomar el teléfono móvil y a bloquear a la susodicha. Era su vida o la mía. Ella lo hacía dos por tres, bloquearme, cada vez que lo necesitaba. Y yo no. Yo sentía que esa era una decisión infantil, estúpida, porque si el otro quiere te llama desde otro teléfono y listo. Pero en este caso era necesario. Así no me veía tentada de escribirle, de mirar si estaba en línea o no, de ver qué foto tenía o no, porque a partir esas nimias boludeces mi imaginación me dejaba knock out, con un insomnio inmanejable, con la panza hecha un revoltijo y la angustia esa que me impide emitir siquiera una palabra. (Sigue)
Continuará...
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