Entré. Había olvidado dejar la luz encendida, mi casa era todo oscuridad. Y así me hubiera quedado. A oscuras. Añoré la paz del féretro ya a varios metros de profundidad, six feet under. Al día siguiente del deceso. Nadie en el horizonte jodiendo la paciencia. Nadie exigiendo. Criticando. Demandando. Tratando despectivamente. Atrayendo para luego castigar. Me sentía muerta como pocas veces en la vida. La Mecha vino a recibirme, como solía, ya no pedía comida porque estaba viejita, comía poco y nada pero aún conservaba sus modales de gata. Dejé el morral colgado y me saqué el abrigo empapado. Lo colgué de la silla. Encendí la luz baja del esquinero y fue lo primero que vi, su remera sobre el futón desmoronó cualquier plan que hubiera estado pergeñando. ¿Porqué? ¿Desde cuándo estaba eso ahí? ¿Para qué se dejaba ver en este momento? Me puse a llorar. Afuera las discotecas llenas de gente bailando y pasándola bien y yo llorando como una pelotuda. Me dejé caer sentada sobre las mantas de lana, inerte. Tapé la ropa con un almohadón, tenía una leyenda estampada en letras negras: leave me alone. Rocío quería que la dejaran en paz, pero no sabía dejarse en paz a ella misma, no se permitía la paz, no le sentaba bien y arrastraba a su entorno consigo.

Un hijo no querido será mendigo de amor toda la vida, decía el doctor Herminio, y tenía razón. Rocío no había sido bienvenida por nadie, entonces le diera lo que le diera nunca le alcanzaba, no registraba, le pasaba de largo toda demostración de afecto. Sentía la ausencia de amor aunque estuviera rodeada de él. Eso me tenía atada, en parte, la necesidad de rescatarla de ella misma, la pena que sentía por ella cuando el enojo me abandonaba, recordaba sus brotes de angustia, la manera sórdida y enroscada de, en un segundo, convertir un encuentro ameno en una esquizofrenia compartida; la pena que sentía cuando me olvidaba de lo mal que la había pasado, por ejemplo, aquel fin de semana: (Sigue)
Continuará...
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