Apenas la vi bajar del taxi me di cuenta de la energía que portaba. ¡NO!, sentí en el cuerpo estremecido y cansado. Esa energía que le aparecía de pronto y tanto miedo me daba porque no sé cómo manejar. La energía de la disconformidad, del resentimiento, la que trae consigo rayos y centellas. En realidad en su mensaje de momentos atrás ya la voz adelantaba algo de lo que iba a suceder esa noche. Noche fatale. Casi en tono de reproche me avisaba por el móvil que estaba bastante cerca del hospital, por cierto. En algún momento, en ese interín de veinte minutos, el ánimo le había cambiado. Ahora sonaba a que era su obligación venir a acompañarme, a que yo no lo merecía, a que no me había propuesto ella a mi venir a ver a mi mare. ¿Cómo podía ser? De la euforia, del ¡BUEN DÍA!, de la felicidad de hacerme más ameno el asunto de la cirugía, del deseo irrefrenable de verme, a eso otro. ¿Por qué?
Marina bola |
Feliz día.... |
Es el miedo al abandono lo que me deja tildada, lo que me impide decirle lo que tendría que decirle: que mejor no viniera, pensé, ya llegando al hospital a paso rápido por si a la Vieja se le daba por tirarse por el balcón para joderme. Ella había quedado sentada en la vereda. Rocío. El móvil me sonaba, un mensaje tras otro. Siempre el miedo por delante, repensé, subiendo por las escalera los cuatro pisos hacia la habitación. Y en ella también primaba el miedo. Se ponía agresiva de un momento a otro, cuando todo parecía ir hacia la felicidad, hacia el entendimiento, salía con algún martes trece. ¿Por qué? MIEDO. No dejarse querer por la persona que uno quiere es el peor de los miedos, el que nos hace sufrir horrores en la vida, porque nos impide vivirla. El miedo a la entrega tiene que ver con el miedo al rechazo, y cuanto más cagón es uno peor se la pasa. Pero había algo más, ella no sólo no se dejaba querer, Rocío se la agarraba malamente con el ser amado. Humillaba, rebajaba, destrozaba el autoestima hasta dejarme hecha jirones. Y posiblemente ella estaba acostumbrada a esos escombros por eso no entendía que me quedara dura y en silencio cuando denostaba sin pelos en la lengua. Porque yo no estaba habituada a que alguien me denigrara por teléfono durante quince minutos, por ejemplo, entonces me quedaba sin palabras, con la garganta hecha un nudo. Y ni así pude nunca cortarle la comunicación. No sé si es defecto o virtud, pero no pude. (Sigue)
Continuará...
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