Nunca pude cortarle la comunicación y creo que eso la enervaba más, mi falta de reacción, le hacía creer que no sentía nada, que era insensible, que no me importaba lo que le pasaba. No entendía que mi falta de reacción era una reacción, la reacción parálisis por mi descostumbre a esos estados alterados, a ese destrato, a esa agresividad que le daba de pronto. Y las pocas veces que supe reaccionar, temblando, llorando, porque sus maneras, ya lo comentamos, no eran del todo modosas, más bien como que se pasaban algo de tono, alguna palabrota incluso se le deslizaba a veces, las pocas veces que supe reaccionar siempre la culpa era mía, yo la hacía poner así, yo la enojaba, era mi culpa que ella me insultara, aunque no tuviera manera de explicarme concretamente cómo, decía que lo arruinaba una y otra vez, que tenía miedos, yo, pero no podía describir exactamente porqué deducía eso, de dónde sacaba que tenía miedo o de qué forma lo “arruinaba todo”. ¡Siempre terminamos igual, maja! ¡Que no puedes permitirte ser feliz, olvídate de mi! Era su clásico final de despelote. Telón.
Los mensajes no paraban de entrar en mi teléfono. Llegué a la habitación de la Vieja con el corazón en la boca. Por ella. Por los whatsapp interminables. Por los cuatro pisos por la escalera. Por el susto de que a la Vieja le hubiera pasado algo. Porque no sabía qué carajo hacer con Rocío que había quedado sentada en la vereda de la vuelta con una ira tremebunda, in crescendo. ¿Qué podía hacer con esa iracionalidad que de pronto la tomaba? Iracionalidad, sí, no es error de tipeo. Se ponía iracional, la ira no le permitía razonar. Nuevamente se había sentido agredida por algo que no era agresión, se había ofendido exageradamente y ahí empezaba a inflarla, como si la hubiera insultado de cabeza a pies, como si la hubiera tratado de no sé qué cosa. Así reaccionaba. Lo arruinaba de pronto alegando que la que lo arruinaba era yo. Y me hacía dudar. ¡Desopilante! Y más desopilante aún era que ya sabía cómo era la cosa pero igual estaba temblando.
¿Qué te pasa?, preguntó mi Mare ya terminando de calzarse los zapatos. ¿Y la chica? Yo temblaba. No de víctima. No. Temblaba de asombro. Por lo que acababa de leer en el teléfono. Iba redoblando la apuesta. Cada vez agredía un poquito más feo. Y según ella se lo causaba yo. El enfado. Porque no me dejo querer. Porque no me sé vincular. Porque dice demostrarme afecto y yo no me abro. Entonces lo arruino y merezco que se me diga lo que me acababa de decir por el whasapp, y merezco que me traten como me acababa de tratar. Tengo problemas. Es ese un crimen imperdonable. No me dejo querer, entonces merezco castigo, psicológico, pero castigo al fin. (Sigue)
Continuará...
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