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Hizo como que no me escuchaba y caminó en dirección contraria por la avenida ancha y desolada. Sentí ganas de matarla pero no lo voy a escribir acá porque a ver si todavía le pasa algo y me acusan a mi de feminiminiminimicidio… Era la diferencia entre nosotras, ella sentía ganas de torturarme y lo hacía, hasta que no me veía a punto de reventar, llorando desconsoladamente, no paraba. Y yo, que tenía ganas en ese momento de acogotarla hasta dejarla sin aire, hasta que se pusiera morada, hasta que la lengua se le saliera junto con los ojos, me reprimía, porque a veces la justicia dice que hacer justicia es ilegal. No injusto, ilegal. O quizá me reprimía porque no soy un monstruo como ella, vaya una a saber. La tortura enroscada que manejaba la Gallega con exquisito arte a mi no me sale ni por tortas.
Rocío es una estratega napoleónica de la tortura psicológica. Se ha doctorado en la materia de dar vuelta la tortilla. Paró en la esquina por la luz del semáforo. Esperaba a que cambie como si yo no existiera. Miraba hacia adelante, los autos pasaban. Se acercaba la hora de cenar. Miraba su teléfono. Se arreglaba el pelo meneando la cabeza. Buscaba algo en el bolso para no sacar nada de él, finalmente. ¿Qué mierda es lo que hace ahora? Me la quedé mirando un momento, creyendo que iba a tomarse un taxi, era ridículo porque si iba a venir a mi casa... Pero la creía capaz. Di media vuelta y empecé a caminar, no tenía energía para más retóricas, entonces gritoneó, prepotente, pretendiendo que no le importaba yo en absoluto: espérame en la estación si puedes, ¿vale? La miré. ¿En la estación? ¿En cuál estación, Rocío? Me miró un milisegundo, sin rebajarse. En la de tren, Marina, ya sabes, que me voy en tren, guapa.
Sí. Estando yo con el auto, habiendo venido supuestamente a hacerme compañía para amenizar la situación con mi Mare se fue caminando a tomar el tren. Eran como veinte cuadras hasta Retiro. Allá ella. Cruzó la avenida sin volver a mirarme. ¿Cómo iba a sacar el boleto si no tenía plata?, me pregunté casi instintivamente. Nunca me respondí. Caminé en dirección al auto, sentía los ojos pesados, la cabeza estúpida, boleada, el auto estaba a tres cuadras de ahí. La panza cada tanto se me ponía dura, cuando pensaba en mi mamá, en la operación. En que esta demente iba a pasar la noche en mi casa y no sabía cómo decirle que no quería que viniera. O viniese. ¿No quería? ¿O sí? Me vi sola tres días después, la mañana de la operación, en la sala de espera del quirófano. Horas y horas tortuosas de incertidumbre rodeada de ese olor a hospital que tanto me impresionaba. El momento en que se llevaban a Mare en la camilla, tapada y sin dientes, con esa cofia horrible que le ponen. Ella sonriendo. Vieja. Arrugada. Grisasea. Ella que solía cuidarme cuando era chiquita, o casi. Me cuidó digamos que hasta los diez, después se enfermó de los nervios y se invirtió la tortilla, empecé a cuidarla yo a ella pero era tácita la cosa, ella seguía siendo la madre y yo la hija, aunque la cuidara yo, ¿entendés, Loco? ¿Pedimos pizza de rúcula? Ya es un clásico nuestro. ¿Tenes guita? ¿O es cierto lo que dijo ABC? ¿Querés que te invite yo? (Sigue)
Continuará...
Un día quise dar con este periodista, empecé a buscarlo, la búsqueda se puso interesante, me senté a escribirla, en el capítulo 5 conseguí su teléfono, en el 14 me animé a llamarlo, en el 30 saqué pasaje (tenía que hacer avanzar la historia), en el 45 le llegó a Campanella justo cuando tenía que viajar, terminé trabajando con él. En el 76 arribé a Sevilla, en el 83 lo puse contra las cuerdas y la aventura continúa... (Vivir para escribirlo luego porque la realidad supera la ficción).
lunes, 2 de diciembre de 2019
Capítulo 497 "Veinte hasta Retiro"
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