martes, 11 de febrero de 2020

Capítulo 522 "Por no decir buenudos"

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No. Las palabras de Él no me ayudaron para nada. Me di cuenta ya en 100 montaditos, con mi cena delante de cuatro euros. Porque eran sólo palabras. Ahí se quedaban. Paupérrimas frases que usamos los buenos para consolarnos entre nosotros, por no decir buenudos. Buenos por virtuosos. Buenos por miedo. Buenos por temor a ser señalados con el dedo. Frases que nos decimos los buenos para no morir en el intento, para no sentir que somos en el fondo unos pelotudos. Porque si nos confesáramos que sabemos que sí hay jodidos que se salen con la suya, que sí hay malos que son felices, que no sufren, hijos de puta que se la llevan de arriba, que hacen el mal y siguen su vida como si nada, ¿qué sentido tendría estar del lado de los buenos? ¿De los morales? ¿De los éticos? ¿De los gauchos? ¿Para qué? Con lo trabajoso que es. Todo el tiempo luchando por no hacer lo que nos tira de la indecencia. Todo el tiempo con la culpa carcomiendo apenas nos desviamos del camino. La angustia en la garganta cada vez que sentimos que no hicimos lo correcto. ¿De qué nos serviría esmerarnos tanto por esconder las miserias si al final da lo mismo ser derecho que traidor? No. No da lo mismo. O sí, pero ahora, en este engorroso momento, necesito creer que no, fervorosamente, para no derrumbarme. Así que no me jodan, no me contradigan y no me rompan la paciencia. A ella en algún momento el Universo o quien carajo sea se la va a devolver. Aunque yo no quiera. Aunque a mi me dé lo mismo. Aunque yo siga con mi vida y la olvide al fin. Y punto.

¿Para qué me has hecho venir si no te apetecía verme?, dijo, después de un largo silencio. El perro quedó atrás y nadie se bajó a rescatarlo. Pude ver por el retrovisor cómo subió a la vereda, al menos había quedado a salvo. El perro, no yo. ¿Es que no me dirigirás la palabra?  No dejaba de mirarme y eso me impacientaba. Tomé avenida General Paz rápidamente como si llegar a mi casa fuera a cambiar los ánimos. El tráfico empezó a fluir, abrí la ventanilla del auto, el viento frío me espabiló un poco, todavía lloviznaba pero ya menos. Suspiré. Dejó de mirarme. Ella sentía que lo que ocurría era una injusticia en su contra, estaba segura de que lo había dado todo por mi y yo no lo valoraba, se había venido del hotel a acompañarme, a contenerme por lo que estaba pasando con mi madre y yo respondía así, no la saludaba efusivamente al llegar.

Llegamos a mi casa. Eran alrededor de las ocho de la noche. Creo. Ella no emitía sonido y yo no sé porqué la llevé hasta ahí, viendo el estado en el que se encontraba. En el que me encontraba yo. Exhausta. Y acá otro claro ejemplo de que las vivencias no nos enseñan nada. Rocío se parecía mucho, muchísimo a la Escohotadiana, aquella vez tuve que llamar al vecino para sacarla de mi apartamento en Alhaurin. Y a esta quién sabe cómo la iba a sacar de mi casa de Saavedra. Entré el auto al garaje, agarré las bolsas de ropa sucia de mi madre y bajé. Me dio un vuelco el corazón, había olvidado comprar pañales, ¿y ahora? No me dio el cuero para hacerme malasangre. Ya se iba a arreglar de alguna manera ¡o cómo mierda se arreglaba la gente cuando no existían los mierda pañales! Ella se quedó un momento en el auto. Yo salí del garaje y me dirigí al ascensor, le dejé la puerta entreabierta. Escuché que cerró la puerta del auto con fuerza. No sé si dije que traía una cartera marrón enorme y horrible, llena de cosas inútiles seguramente. Subió al ascensor y se quedó parada dándome la espalda, su nariz pegada frente a la puerta metálica, hasta que llegamos al cuarto piso. (Sigue)

Continuará...

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