Hubo una vez un mundo en el que no todo era ruido. Estertores. Inmundicia. Esperpento y mediocritud exhalada a los siete vientos. Hubo una vez un mundo en el que el amor era otro. Y uno también. O quizá el mismo sin tantas libertades. Opciones y melindres. Sin el whatsapp que te suena a cada rato porque si viste el mensaje o si no lo viste o si lo estarás por ver o será que no querés verlo y si no querés es que estarás haciendo algo más importante QUE RESPONDERME A MI... Ahora el amor expira antes de haber sido concebido. Expira el misterio. La ausencia, y con ella el deseo. No soporta el amor ni el primer acomode de melones. De placa tectónica. Ni la primera turbulencia, fobia en la turbina. Queremos poseer al que no quiere dejarse (siempre hay uno que no quiere) y hacemos uso de artimaña habida y por haber para lograrlo. Despojarlo de su yo, de su ello, de Susú, hacerlo nuestro y si aún insiste en resistirse le embaucamos con rutilantes envolturas de caracol, dircursetes elegantemente empaquetados a ver si así cae el muy hijo de puta. ¿Y cuando ni así logramos la melaza? ¡Más nos atrae, mierda! Entonces le hago creer que ya no más, ay ay, ya no más puedo resistir esta novela a la que tú no quieres entregarte, en la que tú juegas a medias, juegas conmigo y con mi amor por lo que ya no más… etc.
Con creces... |
Y sí, frente a esto a una se le tiemblan las patitas, claro, el amor no funciona y soy yo la que no sabe hacerlo funcionar. la tullida emocional, la que se amedrenta ante las fauces del coloso que tantos maltraeres trae a los amantes y a los amados, valga la redundincia. Creo que ya lo dijimos todo esto pero lo reiteramos porque estamos ingresando en el callejón sin salida del Dejavú. Rocío. Se mofa de mi. E intenta embaucarme nuevamente. En mi vano intento de escapar a su vorágine demandante alegué que no podía reincorporarla, no puedo con más puntos de giro, Rocío, tengo que terminar lo de la residencia de la Vieja y el coronavirus y ella se mofa lindo, se mofa de mi porque ni siquiera pude terminar aún aquella escena nuestra de la noche fatale antes de la cirugía en el Fernández. Me pone en evidencia siempre lo malo y ríe estertorosamente. Y ha visto usted que cuando nos desafían salta el mono, cuando alguien viene y nos marca el defecto es que reaccionamos a enmendarlo así que vuelvo al grano, a la residencia, todo por cagarla a ella y por no meterla nuevamente en esta puta historieta que no aburre a nadie porque, claro está, nadie la lee:
La Vieja y sus dos desmayos, uno por la noche, el otro por la mañana; el médico y sus requisitos; extractor de sangre a domicilio conseguido; faltaba sólo un cardiólogo que se dignara a llegarse hasta la residencia y estábamos como queríamos. Tratando de controlar mis nervios estaba, de hacer un parate para recuperar la calma, el control, dirigíame a la pava eléctrica para hacer mate y mentirme sobre que todo iba a salir bien cuando volvió a sonar el teléfono, el tonito maléfico de la residencia. Eran las nueve en punto de la mañana. Hacía tres días que había arribado de la santísima madre España y que no, que ahora el médico de Pami se había arrepentido y ordenaba el traslado inmediato, me comunicaba la encargada del hogar. Traslado. Se me estrujó la garganta. Pandemia. Covid. Traslado. Inoperancia absoluta hospitalaria por doquier, ya lo habíamos visto en la tele. Confunden las historias clínicas. Los nombres de lo abuelos. La alimentación. Nadie hay para cuidar a los mayores trasladados que terminan cayendo de las camas para luego, con el cerebro descerebrado por el golpe, "morir de la covid de turno". Dios mío. Intrincados y nebulosos pasillos de hospital público iban a tragarse a mi madre. ¡No! ¡No la vuelvo a ver más! (Sigue)
Continuará…
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