domingo, 5 de septiembre de 2021

CAPÍTULO 552 "DOGMÁTICA DEL ESPANTO"

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Pagué apurada y agarré la bolsita blanca. Hacía calor pero no iba a perder el tiempo en sacarme la campera, temía que la vieja se cayera al piso o se arrancara el suero o estirara la pata o lo peor, que algún idiota de la salud, que no son todos así, lo acepto, con mucho alivio lo acepto, pero en este hospital me habían dado ya varias señales de que posiblemente estuvieran llenos de medallas y homenajes a la inoperancia, temía que confundieran a la paciente y la llevaran a operar de algo, o que le dieran una medicación que no fuera, a pesar de que les había indicado el error, vio que el humano es especialista en tropezar en continuado con la misma piedra y repetir en consecuencia los mismos errores y la consecuencia igual de nefasta, cuando no mortal. ¿Cuánto hubiera vivido mi madre si no me hubiesen permitido acompañarla en la ambulancia tomando la medicación que no tomaba? Anotaron una para la epilepsia que ignoraba yo de donde habían sacado el dato. ¿Cuánto hubiera sobrevivido mi madre tomando la que no tomaba y no tomando la que sí? El destino no siempre es un jodido (o sí, depende el cristal con que se mire) y lo acepto con alegría porque me hace cambiar de idea, dejar de ser tan pesimista, dogmática del espanto y la catástrofe.

Llegué a la guardia y la puerta estaba cerrada. Di toda la vuelta al pabellón como había aprendido en el Subizarreta. En aquel hospital dando la vuelta había una que siempre quedaba entreabierta porque los camilleros entraban y salían. Recordé. Terminamos allá cuando su última caída, en la que palmó implantes y muñeca. Mes y medio enyesada y bisagra de la vida, de ser independiente a no serlo nunca más, ni ella ni yo, hasta que la muerte nos separara, la de ella o la mía, una de tres. 

Di la vuelta pero no había tal otra entrada así que volví a punto cero y golpeé. Decía golpee y aguarde pero sabemos cuanto pueden llegar a durar esos “aguarde” en lugares como estos. Desesperé. Golpeé más fuerte y con mayor insistencia. La bolsita se zarandeaba en mi muñeca. Me abrió el boludo del mostrador, el que se había olvidad de mandarme a hacer la orina, con cara de culo me abrió, me elevé un poco y le pedí disculpas, que temía que mi madre se hubiera caído a lo que negó cualquier tipo de posibilidad de que eso pudiera pasar. JA. Pensé, pero no dije nada. Una porque caminaba directo al gabinete de ella y otra porque la inteligencia me recomendaba que no hiciera malas migas con quien iba a tener que convivir quien sabía cuantas horas más y de quien iba a necesitar favores, sí, favores, porque algunos de estos especímenes creen que el trabajo que les toca, asistir, es hacer un favor. ¡Te pagan poco? No es mi culpa, tarambana.

No. No se había caído. Respiré. Sí se había dado vuelta de nuevo, su cara hacia la pared, dormitaba con la cabeza apoyada sobre ambas manos. Cuanta pena me dio mi madre en ese estado: vieja, dependiente, estropeada. En el hogar la pasa mejor que vos, me dije para descomprimirme la angustia, la impotencia de no poder cambiar las leyes naturales, su vida, sus genes, algo para que no estuviera tan deteriorada. ¿Estaba exagerando? Mi madre todavía caminaba, con andador, pero caminaba. Más que de incontinencia y de malhumor de otra cosa no padecía. Pero se la veía estropeada en esa camilla, con la guía puesta y la cara pálida. Y es cierto que en el hogar realmente estaba bien, hasta que invadieron los estatales con sus protocolos idiotas y criminales el hogar era una fiesta. Había llegado a ir todos los días, con la guitarra y todo. La excusa era acompañarla en su adaptación pero la verdad es que me sentía como en casa. Incluso dejé mi instrumento ahí porque la llevaba y la traía para cantar con las viejas todos los días. Viejas que cantaban, hijos que iban y venían, charla de acá, charla de allá, mate compartido, facturas, bingo, talleres de esto y aquello… La compañía que no tenía en casa la encontraba ahí, junto a mi madre, en su nuevo hogar. Qué paradoja, ¿no? El geriátrico al que todos atribuyen el nombre de depósito de viejos nos había resucitado a las dos.

Le acomodé la guía del suero para que no estuviera tirante, controlé que saliera más o menos constante el líquido y me senté a dar cuenta de la comida, iba a dejarla descansar y cuando espabilara... Pero no. Comida y mi madre durmiendo son dos universos incompatibles. Levantó la cabeza, le costaba despegar los ojos, la ayudé a incorporarse. Sentada en la camilla, con las piernas colgando, le fui pasando galletitas y le preparé el tecito del que tomó poco y nada. ¿Cuándo nos vamos?, preguntó ansiosa. Relaté que había que esperar el resultado de la orina y luego a que un médico viera eso y lo de la sangre y lo de la tomografía. Podía llegar a demorar todo esto unos veinte años pero como el destino venía siendo algo menos que jodido sonreí, aunque puede ser que tarden algo menos, le dije. Se rio y volvió a acostarse, esta vez dando la espalda a la pared. 

La enfermera irrumpió con una bandejita, traía más comida para ella porque le habían sacado sangre. Alegó eso y se fue. ¿Querés? Antes de que acabara de preguntarle ya estaba incorporándose de nuevo. Me alivié. ¿Sería que se sentía algo mejor entonces? Me intrigaba, por no decir que me preocupaban sus dos desmayos de la mañana. Le tapé la espalda con su gabán y la ayudé a comer primero a ella, después me comí medio a la fuerza el sánguche que había comprado. Me habían despertado a las ocho y media de la mañana, que no estaba bien etc, a tres días de haber vuelto de mis Madriles queridos, de estar con mis bálsamos eruditos,  mis Antonios, mis Jesúses, Rocío, la Gitana... Todavía tenía el estómago cerrado, el cerebro descerebrado, la adaptación a la realidad completamente nula. CAPÍTULO SIGUIENTE

Continuará…




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