Expulsé la pregunta que me descascaraba el cerebelo, con la angustia cegándome la razón, le consulté al muchacho del mostrador acerca del hisopado. Le expliqué en pocas palabras que para volver al lugar en donde vivía mi madre me pedían uno negativo, al hogar, aclaré, ella vive en un hogar y el gobierno lo exige. Sin detenerse y sin mirarme indicó que se lo comentara luego al doctor. Bien apático el chico, ignorando el tono panicoso con el que le hablé, desconociendo la existencia de algo llamado empatía y si hay algo que escasea en estos tiempos de batata es la vocación, el entusiasmo, la pasión, si se quiere, por lo que se hace, por lo que se elige hacer en la vida, con la vida, con la vida de uno... Como si alguien nos obligara a hacer lo que no queremos, a estudiar años largos, a dar exámenes dificilísimos para luego, al recibirnos, hacer el trabajo como el culo, sin ganas, y odiar a todo el mundo porque me equivoqué al elegir. O quizá al nacer, vaya una a saber. Yo no tengo la culpa de que te paguen mal, pelotudo.
Había que esperar a dios, al médico que quien sabe cuántas horas demoraba en dejarse ver. La Vieja seguía dormida, o dormitada, con sus dos manos haciendo de almohada, los ojos cerrados y la panza llena. El suero seguía goteando a buen ritmo. Y quizá el muchacho pensara lo mismo de mi: qué poca empatía esta boluda, se cree que es la única que necesita un médico, en esta época de tanta muerte y microorganismo volando por los aires. Me mira con cara de culo y yo acá soy un pinche, no hay nada que pueda hacer para agilizar este sistema de mierda, el presupuesto en salud que cada vez en menor, los insumos que no nos alcanzan... Nada puedo hacer para que los médicos en lugar de estar pelotudeando en la sala del café hagan lo que tienen que hacer… Por lo que les pagan… Ni la vocación logra mantenerse en pie.
Fui y vine unas quinientas veces al gabinete de al lado y ahí me tiraba, en la cama blanca y vacía, para recuperar la presión arterial, el ánima, la paciencia. Llegó un momento en el que dejó de importarme si se quitaba el suero, si caía, si se arrancaba una oreja, porque no podía más. Las enfermeras que debieran ayudar sentenciaban que si yo era la familiar tenía que vigilar a cada segundo que no le pasara nada. ¿Y si la hacían quedar y me echaban? ¿Cómo iba a ser la cuestión? Al rato una amiga con la que hube de hablar unos pocos mensajes me explicó que a su madre, en una situación similar, la habían atado a la cama. Temblé. Supliqué que no la hicieran quedar. Que el hisopo se lo hicieran pronto y pudiera volver sana y salva a su hogar dulce hogar. Y yo al mío, que moríamos las dos juntitas. Volví a sentarme junto a ella, con una angustia atroz, porque sentía que su bienestar, más bien su supervivencia dependía en este momento de mi carácter, de mi capacidad para imponerme ante los médicos, etc. A lo lejos pude escuchar voces, dos, una masculina y otra femenina, acercándose hacia nuestro paradero desamparado e impoluto.
Continuará... (Si no morimos de viruela de mono o de hepatitis infantil o de caída de la bolsa estrepitosa o d
Estáis jodida, se te ha muerto el Quintero.... Igual puedes encontrarte a otro.
ResponderBorrarLa realidad no me dejará sin inspiraciones, Eduardo. Un abrazo.
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